¿Por qué no ha habido grandes mujeres artistas?

Linda Nochlin, historiadora del arte, profesora y escritora estadounidense, cuestiona la pregunta ¿Por qué no ha habido grandes artistas? sin querer responderá desde el empate. En 1971 se planta sobre el cuestionamiento distinguiendo que la invisiblidad de la mujer en los espacios artísticos no es un problema de genes, biología o capacidad, sino que una posición ideológica e histórica.

Reproducimos acá parte de su célebre artículo en Art News: «Why Have There Been No Great Women Artists?».

¿Por qué no ha habido grandes mujeres artistas?

La pregunta resuena, con tono de reproche, en el fondo de la mayoría de los debates sobre el denominado «problema de la mujer». Pero, como tantos otros supuestos problemas relacionados con la «controversia» feminista, falsea la naturaleza de la cuestión a la vez que proporciona insidiosamente su propia respuesta: «No ha habido grandes mujeres artistas porque las mujeres son incapaces de alcanzar la grandeza».
Las premisas inherentes a esta cuestión son variadas y presentan diversos grados de sofisticación, desde las demostraciones «científicamente probadas» de la incapacidad de los seres humanos con úteros en lugar de penes para crear algo destacable, hasta el asombro, relativamente libre de prejuicios, ante el hecho de que las mujeres aún no hayan logrado nada excepcional en el campo de las artes plásticas, pese a disfrutar de una igualdad casi plena durante tantos años y teniendo en cuenta que, después de todo, muchos hombres se han enfrentado también a desventajas considerables.

La primera reacción de las feministas es morder el cebo, tragar el anzuelo, el sedal y el plomo, y tratar de responder a la pregunta tal y como se ha planteado. Es decir: escarbar para encontrar ejemplos de artistas valiosas o insuficientemente apreciadas a lo largo de la historia; rehabilitar trayectorias más bien modestas, aunque interesantes y productivas; «redescubrir» pintoras de flores olvidadas o seguidoras de David y defender su causa; demostrar que Berthe Morisot era, sin duda, menos dependiente de Manet de lo que se nos ha hecho creer…

En otras palabras: entregarse a la actividad normal de los investigadores especializados, que reivindican la importancia de su propio maestro menor u olvidado. Tales intentos, sea o no feminista su punto de vista, como el ambicioso artículo sobre mujeres artistas publicado en la edición de 1858 de Westminster Review o los estudios especializados más recientes sobre artistas como Angélica Kauffmann y Artemisia Gentileschi, son indudablemente iniciativas valiosas que amplían nuestros conocimientos sobre los logros de las mujeres y sobre Ia historia del arte en general. Pero no hacen nada por cuestionar las premisas que subyacen en la pregunta «¿Por qué no ha habido grandes mujeres artistas?». Por el contrario, al intentar responderla, refuerzan tácitamente sus implicaciones negativas.

Otra estrategia para responder a esta pregunta conlleva cambiar ligeramente de planteamiento y afirmar, como hacen algunas feministas contemporáneas, que el arte de las mujeres tiene un tipo de «grandeza» diferente al de los hombres, lo que equivale a postular la existencia de un estilo femenino diferenciado y reconocible, distinto en sus cualidades formales y expresivas, y basado en la especial naturaleza de la situación y la experiencia de las mujeres.
Esto, en un análisis superficial, parece bastante razonable: en general, la experiencia y la situación de las mujeres en la sociedad y, por consiguiente, como artistas son diferentes de las de los hombres y, sin duda, el arte producido por un grupo de mujeres conscientemente unidas y resueltas a articular con claridad una conciencia de grupo de la experiencia femenina podría ser identificable desde el punto de vista estilístico como arte feminista, si no femenino.

Pero desafortunadamente, aunque entra en el ámbito de lo posible, tal cosa no ha ocurrido hasta ahora. Mientras que los miembros de Ia Escuela del Danubio, los seguidores de Caravaggio, los pintores reunidos en torno a Gauguin en Pont-Aven, los integrantes del colectivo Der Blaue Reiter o los cubistas tienen en común ciertas cualidades estilísticas o expresivas claramente definidas, no parece que una cualidad común de «feminidad» vincule en general los estilos de las artistas plásticas, no más de lo que esa cualidad vincula entre sí a las escritoras, argumento este brillantemente defendido por Mary Ellmann en su obra Thinking about Women frente a los muy devastadores y contradictorios clichés críticos masculinos. No parece existir una sutil esencia de feminidad que una Ia obra de Artemisia Gentileschi, Madame VigeeLebrun, Angelica Kauffmann, Rosa Bonheur, Berthe Morisot, Suzanne Valadon, Kathe Kollwitz, Barbara Hepworth, Georgia O’Keeffe, Sophie Taeuber-Arp, Helen Frankenthaler, Bridget Riley, Lee Bontecou o Louise Nevelson, como no hay ninguna que vincule a Safo, Marie de France, Jane Austen, Emily Bronte, George Sand, George Eliot, Virginia Woolf, Gertrude Stein, Anai:s Nin, Emily Dickinson, Sylvia Plath y Susan Sontag. En todos los casos, las artistas y escritoras parecen estar más cerca de otros artistas y escritores de su propio periodo y con una visión similar de lo que lo están entre sí. Se podría argumentar que las mujeres artistas son más introspectivas y delicadas, y que ofrecen una gama más extensa de matices en el tratamiento de su medio. Pero, ¿cuál de las artistas antes citadas es más introspectiva que Redon, más sutil y rica en matices en el uso del pigmento que Corot? ¿Es Fragonard más o menos femenino que Madame Vigee-Lebrun? ¿No será más bien que el estilo rococó francés del siglo XVIII es en conjunto «femenino» si se juzga aplicando una escala binaria que oponga «masculinidad» y «feminidad»? Ciertamente, si la delicadeza, la fragilidad y el preciosismo se pueden entender como rasgos distintivos de un estilo femenino, no hay mucho de frágil en la obra Horse Fair de Rosa Bonheur ni una gran dosis de delicadeza e introspección en los enormes lienzos de Helen Frankenthaler. Si las mujeres se han inspirado en escenas de la vida doméstica o de niños, también lo han hecho Jan Steen, Chardin y los impresionistas Renoir y Monet, al igual que Morisot y Cassatt. En todo caso, Ia simple elección de un ámbito temático concreto o la dedicación a ciertos sujetos no se puede equiparar a un estilo y mucho menos a un estilo eminentemente femenino.

El problema radica no tanto en el concepto de feminidad defendido por algunas feministas como en una percepción errónea, compartida con ellas por el público general, de lo que es el arte, basada en la idea simplista de que el arte es la expresión personal directa de la experiencia emocional individual, una traslación de la vida personal al lenguaje visual. Pero el arte rara vez se ajusta a esta idea y las grandes obras de arte nunca lo hacen. La creación artística requiere un lenguaje de la forma con coherencia interna, más o menos dependiente o libre de convenciones, esquemas o sistemas de notación temporalmente definidos que se deban conocer o desentrañar por medio de Ia enseñanza, el aprendizaje o de un largo periodo de experimentación individual. El lenguaje del arte se expresa, desde una perspectiva más material, a través de la pintura y los trazos en el lienzo o el papel, de la piedra, la arcilla, el plástico o el metal, y no es ni una historia lacrimógena ni un cuchicheo confidencial.

Lo cierto es que, hasta donde llegan nuestros datos, no ha existido entre los más grandes artistas ninguna mujer, aunque ha habido muchas interesantes y muy buenas que no han sido suficientemente investigadas o valoradas. Como, por más que nos gustaría poder decir lo contrario, tampoco ha habido grandes pianistas de jazz lituanos ni jugadores de tenis esquimales. Es un hecho lamentable, pero ninguna manipulación, por grande que sea, de las evidencias históricas o criticas alterara la situación, como tampoco lo harán las acusaciones que apuntan a una distorsión machista de la historia. No hay equivalentes femeninos de Miguel Ángel o Rembrandt, Delacroix o Cezanne, Picasso o Matisse; ni siquiera, en tiempos muy recientes, de De Kooning o Warhol, como tampoco existen equivalentes afroamericanos de estos artistas. Si hubiera realmente un alto número de grandes artistas «ocultas» o si debieran emplearse estándares diferentes para el arte de hombres y mujeres – y las dos cosas no pueden ser ciertas a Ia vez-, ¿por qué luchan las feministas? Si las mujeres han alcanzado realmente el mismo estatus que los hombres en el arte, no hay razón para alterar el statu quo.

Pero lo cierto es que, como todos sabemos, las cosas, ahora y siempre, han sido, en el arte y en otras muchas áreas, embrutecedoras, opresivas y desalentadoras para todos aquellos, como las mujeres, que no han tenido la buena suerte de nacer blancos, preferentemente de clase media y, sobre todo, hombres. La culpa no hay que buscarla en los astros, en nuestras hormonas, en nuestros ciclos menstruales o en el vacío de nuestros espacios internos, sino en nuestras instituciones y en nuestra educación. Educación entendida como todo aquello que nos ocurre desde el momento en que llegamos a este mundo de símbolos, signos y señales cargados de significado. El milagro es, de hecho, dadas las abrumadoras desventajas a las que se enfrentan las mujeres o los negros, que tantos miembros de ambos colectivos hayan logrado destacar por su excelente labor en ámbitos tan claramente dominados por lo masculino y lo blanco como la ciencia, la política o las artes.

Es precisamente al empezar a pensar en las implicaciones del interrogante ¿Por qué no ha habido grandes mujeres artistas?» cuando nos damos cuenta de hasta qué punto nuestra conciencia de la realidad del mundo se ha visto condicionada y a menudo falseada por la manera en que se formulan las preguntas más importantes. Acostumbramos a dar por sentado que realmente existe un problema de Asia Oriental, un problema de la pobreza, un problema negro o un problema de la mujer.

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