Prefacio del libro “Cuerpos que importan” de Judith Butler
Comencé a escribir este libro tratando de considerar la materialidad del cuerpo, pero pronto comprobé que pensar en la materialidad me arrastraba invariablemente a otros terrenos. Traté de disciplinarme para no salirme del tema, pero me di cuenta de que no podía fijar los cuerpos como simples objetos del pensamiento. Los cuerpos no sólo tienden a indicar un mundo que está más allá de ellos mismos; ese movimiento que supera sus propios límites, un movimiento fronterizo en sí mismo, parece ser imprescindible para establecer lo que los cuerpos «son». Continué apartándome del tema. Comprobé que era resistente a la disciplina. Inevitablemente, comencé a considerar que tal vez esa resistencia a atenerme fijamente al tema era esencial para abordar la cuestión que tenía entre manos.
De todos modos, todavía dubitativa, reflexioné sobre la posibilidad de que esta vacilación fuera una dificultad vocacional de quienes, formados en la filosofía, siempre a cierta distancia de las cuestiones corpóreas, tratan de demarcar los terrenos corporales de esa manera descarnada: inevitablemente, pasan por alto el cuerpo o, lo que es peor, escriben contra él. A veces olvidan que «el» cuerpo se presenta en géneros. Pero tal vez hoy haya una dificultad mayor, después de una generación de obras feministas que intentaron, con diversos grados de éxito, traducir el cuerpo femenino a la escritura, que procuraron escribir lo femenino de manera próxima o directa, a veces sin tener siquiera el indicio de una preposición o una señal de distancia lingüística entre la escritura y lo escrito. Quizás sólo sea cuestión de aprender a interpretar aquellas versiones preocupadas.
Sin embargo, algunas de nosotras continuamos recurriendo al saqueo del Lagos a causa de la utilidad de sus restos.
Teorizar a partir de las ruinas del Lagos invita a hacerse la siguiente pregunta: «¿Y qué ocurre con la materialidad de los cuerpos?» En realidad, en el pasado reciente, me formulé repetidamente esta pregunta del modo siguiente: «¿Y qué ocurre con la materialidad de los cuerpos, Judy? Supuse que el agregado del «Judy» era un esfuerzo por desalojarme del más formal «Judith» y recordarme’ que hay una vida corporal que no puede estar ausente de la teorización. Había cierta exasperación en la pronunciación de ese apelativo final en diminutivo, cierta cualidad paternalista que me reconstituía como una niña díscola, que debía ser obligada a regresar a la tarea, a la que había que reinstalar en ese ser corporal que, después de todo, se considera más real, más apremiante, más innegable. Quizá fue un esfuerzo por recordarme una femineidad aparentemente evacuada, la que se constituyó, allá por la década del 95, cuando la figura de Judy Garland produjo inadvertidamente una serie de «Judys» cuyas apropiaciones y descarríos no podían predecirse entonces. O tal vez, ¿alguien se olvidó de enseñarme «los hechos de la vida»? ¿O acaso me perdía yo en mis propias cavilaciones imaginarias precisamente cuando tenían lugar tales conversaciones? Y si yo persistía en esta idea de que los cuerpos, de algún modo, son algo construido, ¿tal vez realmente pensaba que las palabras por sí solas tenían el poder de modelar los cuerpos en virtud de Su propia sustancia lingüística?
¿No podía alguien sencillamente llevarme aparte?
Las cosas empeoraron aún más o se hicieron aún más remotas a causa de las cuestiones planteadas por la noción de performatividad de género presentadas en El género en disputa . Porque si yo hubiera sostenido que los géneros son performativos, eso significaría que yo pensaba que uno se despertaba a la mañana, examinaba el guardarropas o algún espacio más amplio en busca del género que quería elegir y se lo asignaba durante el día para volver a colocarlo en su lugar a la noche. Semejante sujeto voluntario e instrumental, que decide sobre su género, claramente no pertenece a ese género desde el comienzo y no se da cuenta de que su existencia ya está decidida por el género. Ciertamente, una teoría de este tipo volvería a colocar la figura de un sujeto que decide -humanista- en el centro de un proyecto cuyo énfasis en la construcción parece oponerse por completo a tal noción.
Pero, si no hay tal sujeto que decide sobre su género y si, por el contrario, el género es parte de lo que determina al sujeto, ¿cómo podría formularse un proyecto que preserve las prácticas de género como los sitios de la instancia crítica? Si el género se construye a través de las relaciones de poder y, específicamente, las restricciones normativas que no sólo producen sino que además regulan los diversos seres corporales, ¿cómo podría hacerse derivar la instancia de esta noción de género, entendida como el efecto de la restricción productiva? Si el género no es un artificio que pueda adoptarse o rechazarse a voluntad y, por lo tanto, no es un efecto de la elección, ¿cómo podríamos comprender la condición constitutiva y compulsiva de las normas de género sin caer en la trampa del determinismo cultural? ¿Cómo podríamos precisamente comprender la repetición ritualizada a través de la cual esas normas producen y estabilizan no sólo los efectos del género sino también la materialidad del sexo? Y esta repetición, esta rearticulación, ¿puede también constituir una ocasión para reelaborar de manera crítica 1as normas aparentemente constitutivas del género?
Afirmar que la materialidad del sexo se construye a través de la repetición ritualizada de normas difícilmente sea una declaración evidente por sí misma. En realidad, nuestras nociones habituales de «construcción» parecen estorbar la comprensión de tal afirmación. Por cierto los cuerpos viven y mueren; comen y duermen; sienten dolor y placer; soportan la enfermedad y la violencia y uno podría proclamar escépticamente que estos «hechos» no pueden descartarse como una mera construcción. Seguramente debe de haber algún tipo de necesidad que acompaña a estas experiencias primarias e irrefutables. Y seguramente la hay. Pero su carácter irrefutable en modo alguno implica qué significaría afirmarlas ni a través de qué medios discursivos. Además, ¿por qué lo construido se entiende como artificial y prescindible? ¿Qué deberíamos hacer con las construcciones sin las cuales no podríamos pensar, vivir o dar algún sentido, aquellas que de algún modo se nos hicieron necesarias? Ciertas construcciones del cuerpo, ¿son constitutivas en el sentido de que no podríamos operar sin ellas, en el sentido de que sin ellas no habría ningún «yo» ni ningún «nosotros»? Concebir el cuerpo como algo construido exige reconcebir la significación de la construcción misma. Y si ciertas construcciones parecen constitutivas, es decir, si tienen ese carácter de ser aquello «sin lo cual» no podríamos siquiera pensar, podemos sugerir que los cuerpos sólo surgen, sólo perduran, sólo viven dentro de las limitaciones productivas de ciertos esquemas reguladores en alto grado generalizados.
Si se comprende la restricción como restricción constitutiva, aún es posible formular la siguiente pregunta crítica: ¿cómo tales restricciones producen, no sólo el terreno de los cuerpos inteligibles, sino también un dominio de cuerpos impensables, abyectos, invivibles? La primera esfera no es lo opuesto de la segunda, porque las oposiciones, después de todo, son parte de la inteligibilidad; la’ última esfera es el terreno excluido, ilegible, que espanta al primero como el espectro de su propia imposibilidad, el límite mismo, de la inteligibilidad, su exterior constitutivo. Entonces, ¿cómo podrían alterarse los términos mismos que constituyen el terreno «necesario» de los cuerpos haciendo impensable e invivible otro conjunto de cuerpos, aquellos que no importan del mismo modo?
El discurso de la «construcción» que circuló principalmente en’ la teoría feminista quizás no sea completamente adecuado para la tarea que estamos abordando. Tal discurso no es suficiente para, argumentar que no hay ningún «sexo» prediscursivo que actúe como el punto de referencia estable sobre el cual, o en relación con el cual, se realiza la construcción cultural del género. Afirmar que el sexo ya está «generalizado», que ya está construido, no explica todavía de qué modo se produce forzosamente la «materialidad» del sexo. ¿Cuáles son las fuerzas que hacen que los cuerpos se materialicen como «sexuados», y cómo debemos entender la «materia» del sexo y, de manera más general, la de los cuerpos, como la circunscripción repetida y violenta de la inteligibilidad cultural? ¿Qué cuerpos llegan a importar? ¿Y por qué?
De modo que presento este texto, en parte como una reconsideración de algunas declaraciones de El género en disputa que provocaron cierta confusión, pero también como un intento de continuar reflexionando sobre las maneras en que opera la hegemonía heterosexual para modelar cuestiones sexuales y políticas. Como una rearticulación crítica de diversas prácticas teoréticas, incluso estudios feministas y estudios queer,» este texto no pretende ser programático. Y sin embargo, como un intento de aclarar mis «intenciones», parece destinado a producir una nueva serie de interpretaciones erradas. Espero que, al menos, resulten productivas.
Butler, Judith; Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y discursivos del «sexo» ; Buenos Aires, Paidós, 2002.